Llamemos a las cosas por su nombre (por Errico Malatesta)

 
Cuando se discuten cuestiones de orden moral y social, la dificultad más grande para entenderse depende del significado vario e incierto que se atribuye a las palabras. Todo partido, y con frecuencia cada individuo, dan a las palabras generales un significado diverso y, lo que es peor, un mismo individuo usa a veces la misma palabra en sentido distinto y hasta opuesto.
 
Así, por ejemplo, socialismo y anarquía se usan en unas ocasiones como términos antagónicos y en otras como sinónimos. Hay hombres que combaten el individualismo cuando significa el cada uno para sí de la sociedad burguesa, y después se dicen individualistas para expresar su ideal de una sociedad en la cual no se oprimirá a nadie y en la que cada uno tendrá los medios de alcanzar el pleno desenvolvimiento de su propia personalidad.
 
Otros hombres hay que un día combaten la inmoralidad burguesa y al día siguiente protestarán contra toda moral. También hay hombres que dicen que el derecho es la fuerza, y a los pocos momentos se alaban de ser defensores del derecho de los débiles. Y no es raro encontrar individuos que se mofen de toda idea de sacrificio y de abnegación y que se digan, inmediatamente después—y hasta se muestren —prontos a sacrificar bienestar, libertad, vida, en aras del bien de las generaciones futuras.
 
Observaciones semejantes podrían hacerse acerca del uso que los hombres hacen de las palabras evolución, revolución, organización, administración, autoridad, gobierno, estado y tantas cuantas se refieren a los problemas morales y sociales.
 
De este modo sucede el hecho de que muchas cosas verdaderas parezcan irracionales por defecto de expresión, y que se produzcan muchas divergencias entre los adeptos de una misma doctrina, los cuales, en el fondo, están de acuerdo, mientras que, por el contrario, con frecuencia aparecen como estando de acuerdo, sólo porque usan la misma terminología, personas de ideas y tendencias diametralmente opuestas.

De este modo sucede también, el hecho de que se acepten, bajo la fe de una palabra, ideas absurdas y antisociales, y que, gentes egoístas, verdaderos malhechores, se mezclen con otras que, buenas y generosas, dan pruebas constantes de moralidad, por la ínfima vanagloria de parecer originales.
 
Y no sólo esta falta de un lenguaje claro, común y permanente hace difícil que se entienda un hombre con otro, sino que la confusión en la expresión ofusca a cada uno la claridad de su propia idea y acaba por impedir que él mismo se entienda de modo cabal. Ejemplo—¡demasiado doloroso por cierto!—son tantos periódicos libertarios como aparecen, que se supusiera escritos por los habitantes de la legendaria torre de Babel ; periódicos en los cuales, generalmente, cada escritor demuestra que no sabe lo que quiere decir y que apenas tiene una obscura y vaga visión de un vaporoso ideal que no sabe expresar en términos comprensibles.
 
Definamos, pues, las palabras de las cuales nos servimos. No pretendo que el sentido que yo doy a las varias palabras sea el sentido verdadero. El significado de las palabras es siempre una cosa convencional y puede sólo establecerlo el uso común y permanente que de ellas haga la mayoría de los hombres. Sin embargo, sucede, generalmente, que, cuando una palabra ha sido inventada para indicar una dada idea, todas las transformaciones y las desviaciones que ocurren después en su signiíicado, tienen entre sí una relación lógica que permite remontarse al significado originario, y posee un significado general que responde al pensamiento más o menos consciente de todos. Este fondo común en los varios sentidos en que hoy se usan las palabras, es el que yo me esfuerzo en determinar para hacer más clara la idea y más clara la discusión.
 
De cualquier modo, mis definiciones, si no para otra cosa, servirán, por lo menos, para que se comprenda bien lo que yo entiendo y tal vez también para dar un ejemplo de lenguaje preciso, que otros podrán elaborar mejor. En el estudio de la sociedad humana y en las concepciones ideales que pueden hacerse de una nueva sociedad, tienen que considerarse dos aspectos.
 
Primero : Las relaciones morales, o jurídicas si se prefiere que se llamen de este modo, entre los hombres ; es decir, el objeto que se atribuye a la convivencia social.
 
Segundo : La forma en la cual se encarnan estas relaciones ; o sea, el modo de organizarse para asegurar la observancia social de los derechos y deberes respectivos ; el método con el cual se tiende a la realización del objeto propuesto a la sociedad.
 
Desde el primer punto de vista, se puede concebir la sociedad humana de tres maneras fundamentales.
 
Primera: como una multitud de hombres que nacen y viven para servir a uno o varios individuos privilegiados, por derecho de conquista, disfrazado con el pretendido derecho divino. Es éste el régimen aristocrático que, en esencia, ha desaparecido en los países más avanzados y que va poco a poco desapareciendo en el resto del mundo.
 
Segunda: como la convivencia de individuos originaria y teóricamente iguales, que luchan uno contra otro, cada uno por acaparar la mayor cantidad de riqueza y de poder posible, explotando el trabajo de los demás y sometiéndolos a su dominio. Este es el régimen individualista que domina en el mundo burgués actualmente, el cual produce todos los males sociales de que nos lamentamos.
 
Y tercera : como un lazo de solidaridad entre todos los hombres, cooperando cada uno con los demás para el mayor bien de todos, con el propósito, además, de asegurar, para todos igualmente, el máximo desarrollo, la máxima libertad, el máximo bienestar posibles. Este es el régimen socialista, que es el ideal por el cual luchan hoy todos los amigos sinceros y fervorosos del género humano.
 
Desde el segundo punto de vista, existen asimismo tres modos principales de organización social, tres métodos, tres constituciones políticas.
 
Primero : el dominio exclusivo de uno de unos pocos — monarquía absoluta, cesarismo, dictadura,—los cuales imponen a los demás la propia voluntad, ya en interés propio o de su casta, ya con la intención, que puede ser sincera, de hacer el bien de todos.
 
Segundo: la llamada soberanía popular, es decir, la ley hecha en nombre del pueblo por los que el pueblo ha elegido. Dicha ley representa, teóricamente, la voluntad de la mayoría ; pero en la práctica, es el resultado de una serie de transacciones y de ficciones, por las cuales resulta falseada toda genuina expresión de la voluntad popular. Esto es la democracia, la república, el parlamentarismo.
 
Y tercero: la organización directa, libre, consciente, de la vida social, hecha y cambiada, cuando sea menester, por todos los interesados, cada uno en la esfera de sus intereses, sin delegaciones ficticias, sin lazos inútiles, sin imposiciones arbitrarias. Esto es la anarquía.
 
Los varios conceptos sobre la esencia y objeto de la sociedad humana se juntan diversamente, tanto en la historia como en los programas de los partidos, con las diferentes formas de organización. Así puede haber una sociedad aristocrática con un régimen monárquico, republicano y hasta anarquista. La sociedad burguesa, o individualista, existe igualmente en la monarquía que en la república, y muchos de sus partidarios son anarquistas, puesto que desean que no haya gobierno o que haya la menor cantidad de gobierno posible. Del mismo modo, en lo que respecta al socialismo, algunos quisieran realizarlo por medio de la dictadura, otros por medio del parlamentarismo, y otros por medio de la anarquía.
 
Sin embargo, a pesar de los errores de los hombres y de la acción y reacción que los factores históricos pueden determinar—y de hecho han determinado los más inverosímiles maridajes entre constituciones sociales y formas políticas de carácter disparatado,—lo cierto es que los fines y los medios están ligados entre sí por relaciones íntimas, las cuales hacen que cada fin tenga un medio que le conviene más que los otros, como todo medio tiende a realizar el fin que le es natural, aun, sin y contra la voluntad de los que los emplean.
 
La monarquía es la forma política que mejor se aviene a hacer respetar los privilegios de una casta exclusiva ; a esta razón obedece que toda aristocracia, cualquiera que sea la condición en que se haya formado, tienda a establecer un régimen monárquico, franco o encubierto, como toda monarquía tiende a crear y hacer estable y omnipotente a una clase aristocrática.
 
El sistema parlamentario, es decir, la república— ya que la monarquía constitucional, en realidad, no es más que una forma intermediaria, en la cual la acción del parlamento está todavía obstaculizada por la supervivencia monárquica y aristocrática,—es el sistema político que mejor responde a la sociedad burguesa ; y toda república tiende a la constitución de una clase burguesa, como, por otra parte, la burguesía, en el fondo de su ánimo, aunque no lo sea en apariencia, es siempre republicana.
 
Ahora bien; ¿cuál es la forma política que más se adapta a la realización del principio de solidaridad en las relaciones humanas? ¿Cuál es el método que más seguramente puede conducirnos al triunfo del socialismo ? Es muy cierto que a esta pregunta no puede dársele una respuesta absolutamente segura, puesto que, tratándose de cosas no realizadas aún, a las deducciones lógicas les falta la comprobación de la experiencia. Es, por tanto, necesario contentarse con las soluciones que parecen tener en su favor la mayor suma de probabilidades.
 
Pero queda cierta duda, inevitable siempre, en el espíritu, cuando se trata de previsiones históricas; duda que, por otra parte, viene a ser como una puerta que se deja abierta en el cerebro para que entren en él nuevas verdades, por lo cual debe disponerse de gran tolerancia y de la más cordial simpatía hacia todos los que buscan por otras vías alcanzar el mismo fin, sin que esto deba paralizar nuestra acción ni impedir que escojamos nuestra vía para caminar resueltamente por ella.

Texto extraído del libro Errico Malatesta - Ideario
 
 

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