Emma Goldman. Vladimir Ilyitsch Ulyanof Lenin (1924)


Cuando leo los himnos de alabanza fúnebre con los cuales se han dirigido al muerto algunos de sus más irritados enemigos, acuden involuntariamente a mi memoria las palabras amonestatorias que empleó Angélica Balabanova frente a Clara Sheridan, la dama que esculpió bustos de Lenin, de Trotsky y de otros jefes del bolchevismo. ¿Se le hubiera ocurrido cincelar hace tres años a Lenin —le pregunto Balabanova— entonces, cuando el gobierno inglés lo anatematizaba como espía alemán? Lenin no ha hecho la revolución. La hizo el pueblo ruso. ¿Por qué no cincela usted a las mujeres y a los hombres del pueblo obrero ruso, los verdaderos héroes de la revolución? ¿Por qué ese repentino interés por Lenin?

Con Balabanova pregunto yo a los que sobrecargan ahora de alabanzas a Lenin, entre los cuales hasta se encuentran algunos menchevistas y social-revolucionarios: ¿Por qué esa repentina simpatía? ¿Por qué ese estático estallido de homenajes para el hombre que ayer mismo era cubierto de anatemas? ¿Acontece esto en base a aquella endeble máxima que afirma que sólo se debe hablar bien de los muertos? ¿O acontece porque hoy es un signo de valor no ir contra la corriente del culto a los héroes? ¿O en resumen, no es más que un efluvio de ordinaria hipocresía? Esos escritores saben tan bien como lo sabía la Balabanova que Lenin no ha hecho la revolución. Más aún, que fue él quien puso un fin a la revolución. Paso a paso, desde el histórico respiro —desde la paz de Brest-Litovsk— hasta marzo de 1921, cuando impuso a sus rebaños su nueva política económica, persiguió Lenin la tarea que se había propuesto, intentó llevar la revolución a la calma, castrarla, desnaturalizar sus fines, privarla de su contenido, de modo que de ella no quedó más que la vestimenta exterior, que debía servir como ornamento en las revistas de gala de la Tercera Internacional.

Esa tarea no era fácil. El pueblo ruso, que se arrojó con toda el alma en la revolución, tenía ardiente fe en sus fuerzas, en sus posibilidades, en su persistencia. Lenin era demasiado perspicaz para oponerse a ese entusiasmo general, a esa honda fe. Al contrario, marchó con el pueblo y se pronunció por las medidas más extremas. Pero el objetivo que perseguía era otro y se diferenciaba esencialmente de los objetivos que el pueblo anhelaba. Era el Estado marxista, —como él lo comprendía— una máquina que involucraba todo en sí, que lo absorbía todo, que todo lo destruía, y cuya palanca tenían Lenin y su partido en las manos. Esa divinidad fue bendecida por Lenin toda la vida.

Cuando la ola revolucionaria llevó a Lenin al poder, vio llegada su hora, la hora en que debía transformarse su sueño en realidad. ¿Qué le importaba que la revolución fuera a la debacle? ¿Qué significaba que Rusia se cubriera de escombros y de ruinas? De la sangre y las pavesas de un gran devenir surgió el Estado marxista. La gloria de la obtención de ese artificio corresponde exclusivamente a Lenin. Nadie trabajó más hábilmente ni con tan absoluta abnegación para ese objetivo que él. El porvenir, sin embargo, no dejará de apreciar justamente el carácter dudoso de esa gloria que incumbe al muerto jefe del bolchevismo, al leninismo, como llama hoy con orgullo el rebaño fanático de sus adeptos la formación política autocrática que pesa gravemente sobre las espaldas de la esclavizada Rusia.

Los incensadores de Lenin lo llaman grande. Pero él no poseía seguramente la grandeza del espíritu y del corazón que constituyen las condiciones previas esenciales de toda grandeza verdadera y general. Lenin mismo habría llenado de vejaciones y de burlas a los que le atribuyen hoy tales cualidades burguesas. Grandeza de espíritu, magnanimidad de corazón, comprensión y simpatía para un adversario eran rasgos que escapaban totalmente a este hombre, que sin embargo, fue tan extraordinariamente humano en sus defectos y criminal en sus errores. Más de una vez se ofreció a Lenin la ocasión de revelar la verdadera grandeza, pero su conformación espiritual entera no le permitió percibir la ocasión magnífica y ni siquiera comprender su importancia. Desde este punto de vista, Lenin ha quedado siempre fiel a sí mismo. Der Tag del 27 de enero da cuenta de una interesante historia. Era en 1890; Rusia se vio visitada por una terrible miseria. Toda la inteligencia rusa, sin diferencia de opiniones, se asoció para encontrar medios y vías que pudieran aliviar la situación del pueblo hambriento. León Tolstoi mismo escribió un caluroso llamado de socorro. En Samara, el centro del distrito del hambre, se reunió un grupo de intelectuales para deliberar sobre su trabajo en pro de los hambrientos. En esa reunión se levantó un joven y se expresó así: El hambre revoluciona a las masas y facilita la lucha contra la autocracia rusa. Por esa razón considero un crimen el proyectado socorro. Naturalmente no tengo ninguna inclinación a participar de ese crimen. Ese joven era Vladimir Ilyitsch Ulyanof Lenin.

No sé si el autor de esta historia, presente en aquella reunión, ha citado exactamente el discurso del joven Lenin, pero es tan notablemente significativo para toda la conformación espiritual de Lenin y refleja tan excelentemente su conducta frente a la vida y a los padecimientos humanos, que bien podría ser la verdad. Lenin demostró la misma fría inflexibilidad en otra ocasión memorable, y fue frente a Dora Kaplan, que tenía tras sí largos años de cárcel; no había sido conducida a su acción ni por motivos personales ni por motivos contrarrevolucionarios. Sabía también que su muerte, lo mismo que su existencia, no podrían contribuir a la prosperidad de Rusia. Con un gran gesto habría podido atraer hacia su persona, de parte del mismo partido a que Dora Kaplan pertenecía, humana consideración. Podía reservar la vida de esa mujer. Ese hubiera sido un signo de grandeza que habría señalado bajo las circunstancias un elemento nuevo, vital, al curso entero de la revolución. Pero nadie puede dar lo que no tiene. Lenin, a quien toda verdadera grandeza humana le era extraña, entregó a Dora Kaplan a sus verdugos, a la tcheka. ¿Se puede representar uno por un sólo momento que un Tolstoi, un Bakunin, un Kropotkin, los tres grandes rusos, hubieran podido hacerse culpables de una crueldad tan innecesaria e infructuosa? ¡Pero para qué mencionar esos espíritus universales! Hubo dos mujeres en el movimiento anarquista: Luisa Michel y Voltairine de Cleyre. También contra ellas se intentó la muerte. ¿Cómo procedieron contra sus atacantes? ¿Se atuvieron a su libra de carne? ¡No, al contrario! Ambas se negaron a participar en un asesinato. Solicitaron la vida de los hombres que habían querido quitarles la suya. Compárese los actos de Luisa Michel y de Voltairine de Cleyre con el acto de Lenin y se verá la mísera impresión que produce el último en realidad...



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