Murray Bookchin. ¡Escucha, marxista! (El mito del partido)


No son los partidos, grupos y cuadros quienes realizan las revoluciones sociales: éstas ocurren como resultado de fuerzas históricas profundamente asentadas, y contradicciones que movilizan a grandes sectores de la población. No sobrevienen sólo porque las «masas» encuentran intolerable a la sociedad existente (como decía Trotsky) sino también a causa de la tensión entre lo real y lo posible, entre lo que es y lo que podría ser. La miseria más abyecta no produce revoluciones, por sí sola; más bien suele engendrar una profunda desmoralización, o, peor aún, una lucha personal por la supervivencia. La Revolución Rusa de 1917 pesa sobre la conciencia de sus supervivientes como una pesadilla porque fue, básicamente, el producto de una «situación intolerable», de una devastadora guerra imperialista. Todos sus sueños fueron virtualmente destruidos por una guerra civil aún más sangrienta, por el hambre y la traición. Lo que resultó de la revolución no fueron las ruinas de la vieja sociedad sino las de todas las esperanzas de construir una nueva sociedad. La Revolución Rusa fracasó penosamente; reemplazó el zarismo por el capitalismo de Estado. Los bolcheviques fueron trágicas víctimas de su propia ideología y pagaron con sus vidas, en gran número, a lo largo de las purgas de los años treinta. Es ridículo pretender extraer de esta revolución en la escasez las normas de una sabiduría única. Lo que podemos aprender de las revoluciones del pasado es lo que todas las revoluciones tienen en común, y sus profundas limitaciones en comparación con las enormes posibilidades que actualmente se nos presentan.

La característica más llamativa de las revoluciones conocidas radica en lo espontáneo de sus comienzos. Si examinamos la fase inicial de la Revolución Francesa de 1789, las de 1848, la Comuna de París, la Revolución de 1905 en Rusia, el derrocamiento del zar en 1917, la revolución húngara de 1956 o la huelga general de 1968 en Francia, observaremos que, en términos generales, todos estos fenómenos comenzaron del mismo modo: un período de fermentación culminando, espontáneamente, con un alzamiento de las masas. El éxito o fracaso de este alzamiento depende de su decisión y de que las tropas carguen —o no— contra el pueblo. El «glorioso partido», cuando existe, marcha casi invariablemente a la zaga de los acontecimientos. En febrero de 1917, la organización bolchevique de Petrogrado se opuso a las huelgas, precisamente en vísperas de la revolución que acabaría por derrocar a los zares. Afortunadamente, los obreros ignoraron las «directivas» bolcheviques y fueron a la huelga. Durante los hechos que siguieron, nadie se vio más sorprendido por la revolución que los partidos «revolucionarios», bolcheviques incluidos. Este es un hecho que Trotsky jamás comprendió, por no desarrollar hasta sus últimas consecuencias su propio concepto de “desarrollo combinado”. Trotsky estimó correctamente que la Rusia de los zares, rezagada en el desarrollo burgués europeo, elaboraría aceleradamente las etapas más avanzadas del capitalismo industrial, sin reconstruir el proceso desde el principio. Hipnotizado por la ecuación “propiedad nacionalizada = socialismo”. Trotsky no comprendió que el capitalismo monopolista tendía a amalgamarse con el Estado, y que lo que se instauraba en Rusia era esta nueva forma del capitalismo. Eliminadas las estructuras burguesas tradicionales, el stalinismo preparó un “puro” capitalismo de Estado, una contrarrevolución que reconstruyó las formas mercantiles en un nivel industrial superior. El Estado se convirtió en clase dominante.

Recuerda el dirigente bolchevique Kayurov: «No hubo, absolutamente, iniciativas directrices del partido… el comité de Petrogrado había sido arrestado, y el representante del Comité Central, camarada Shliapnikov, no estaba en condiciones de emitir directivas para el día siguiente». Tal vez fue un hecho afortunado. Antes del arresto del comité de Petrogrado, su evaluación de la situación y de su propio papel había sido tan débil que, si los obreros hubieran seguido sus indicaciones, es probable que la revolución no hubiera estallado en aquel momento. Cosas parecidas pueden decirse de los alzamientos que precedieron al de 1917, y de los que le siguieron, por ejemplo la huelga general, de mayo y junio de 1968, en Francia, para citar sólo el caso más reciente. Existe una tendencia a olvidar convenientemente el hecho de que había cerca de una docena de organizaciones de tipo bolchevique, «estrechamente centralizadas», en París, por aquellos días. Rara vez se menciona que prácticamente todos estos grupos de «vanguardia» desdeñaron la movilización estudiantil hasta el 7 de mayo, cuando la lucha callejera adquirió sus contornos más agudos. La trotskista Jeunesse Communiste Révolutionnaire fue una notable excepción, y se limitó a acompañar el proceso, siguiendo básicamente las iniciativas del Movimiento 22 de Marzo. Antes del 7 de mayo, todos los grupos maoístas criticaban al alzamiento estudiantil, calificándolo de periférico e insignificante; la también trotskista Fédération des Etudiants Révolutionnaires lo consideraba «aventurero» y trató de que los estudiantes abandonaran las barricadas, el 10 de mayo; el Partido Comunista jugó, como es natural, un papel totalmente traidor. Lejos de conducir el movimiento popular, los maoístas y trotskistas fueron sus cautivos. La mayor parte de estos grupos bolcheviques utilizó desvergonzadas técnicas manipuladoras durante la asamblea estudiantil de la Sorbona para tratar de «controlarla», creando una atmósfera tensa que desmoralizó a todo el cuerpo. Finalmente, para completar esta ironía, todos los grupos bolcheviques rompieron a parlotear sobre la necesidad de una «vanguardia centralizada» ante el colapso del movimiento popular, que había surgido a pesar de sus directivas y, a menudo, contrariándolas.

Las revoluciones y los alzamientos dignos de mención no sólo tienen una fase inicial magníficamente anárquica, sino que también tienden a crear sus propias modalidades de autogobierno revolucionario. Las secciones parisinas de 1793-94 fueron las formas de autogobierno más notables de todas las revoluciones sociales de la historia. Los consejos o «soviets» instaurados por los obreros de Petrogrado en 1905 eran formalmente más convencionales. Aunque menos democráticos que las secciones, estos consejos habrían de reaparecer en muchas revoluciones posteriores. A esta altura debiéramos preguntarnos cuál es el rol que juega el partido «revolucionario» en todos estos movimientos. Al principio, como acabamos de ver, tiende a servir una función inhibitoria y no a ocupar la «vanguardia». Allí donde ejerce alguna influencia, tiende a desacelerar el rumbo de los acontecimientos, y no a «coordinar» las fuerzas revolucionarias. Esto no es accidental. El partido está estructurado conforme a líneas jerárquicas que reflejan a la misma sociedad, que se pretende combatir. A pesar de sus pretensiones teóricas, es un organismo burgués, un Estado en miniatura con un aparato y unos cuadros cuya función es tomar el poder, y no disolverlo. Arraigado en el período prerrevolucionario, asimila todas las formas, técnicas y mecanismos mentales de la burocracia. Sus miembros son adoctrinados en la obediencia y los prejuicios de un dogma rígido, y se les enseña a reverenciar a la autoridad de los líderes. El dirigente del partido, a su vez, recibe una formación compuesta de hábitos que están asociados al comando, la autoridad, la manipulación y la egomanía. Esta situación se agrava cuando el partido interviene en elecciones parlamentarias. Durante las campañas electorales, el partido de vanguardia se amolda totalmente a las formas burguesas convencionales y adquiere, incluso, la parafernalia de los partidos electorales. La situación cobra dimensiones auténticamente críticas cuando el partido recurre a la gran prensa, a costosos locales, a cadenas periodísticas controladas y desarrolla un «aparato» profesional; una burocracia, en una palabra, con velados intereses materiales.

Con la expansión del partido, aumenta invariablemente la distancia entre los dirigentes y las bases. Sus líderes, convertidos en «personalidades», pierden contacto con las condiciones de vida de la masa. Los grupos locales, que conocen mejor su propia situación que cualquier líder remoto, son obligados a subordinar sus puntos de vista a las directivas emanadas de lo alto. La dirección, a falta de todo conocimiento directo de los problemas locales, actúa con prudencia y moderación. Aunque suelen aducirse justificaciones a base de una «visión más amplia» y de una mayor «competencia teórica», la idoneidad de los dirigentes tiende a disminuir a medida que asciende la jerarquía del comando. Cuanto más nos aproximarnos al nivel donde se formulan las decisiones concretas, tanto más conservador es el proceso de elaboración de las decisiones, tanto más burocráticos y exteriores los factores en juego, tanto más reemplazan el prestigio y la antigüedad a la creatividad, la imaginación y la entrega desinteresada a los objetivos revolucionarios. El partido pierde eficacia, desde un punto de vista revolucionario, cuando la busca a través de la jerarquía, los cuadros y la centralización. Aunque todo y todos están en su lugar, las órdenes suelen resultar erróneas, especialmente cuando los acontecimientos se desarrollan con rapidez y tornan cursos inesperados, como ocurre en todas las revoluciones. El partido sólo es eficiente en la tarea de amoldar la sociedad a su propia imagen jerárquica, cuando triunfa la revolución. Regenera la burocracia, la centralización y el Estado. Redobla la burocracia, la centralización y el Estado. Ampara las condiciones sociales creadas por este tipo de sociedad. En lugar de «suprimirlas», el Estado controlado por el «glorioso partido» preserva las condiciones que hacen «necesaria» la existencia del Estado, y la de un partido que lo «guarde».

Por otro lado, este tipo de partido es extremadamente vulnerable durante los períodos de represión. La burguesía no tiene más que echar mano a sus dirigentes para inmovilizar a todo el movimiento. Con sus líderes presos u ocultos, el partido se paraliza; los disciplinados militantes no tienen a quién obedecer y tienden a disgregarse. Cunde la desmoralización. El partido se descompone no sólo debido a la atmósfera represiva sino también a su indigencia en materia de recursos internos. La descripción que acabo de reseñar no es una serie de inferencias hipotéticas sino un esbozo compuesto por las características de todos los partidos marxistas de masas del último siglo: los socialdemócratas, los comunistas y el partido trotskista de Ceylán, que es el único de masas en su tipo. Pretender que estos partidos fracasaron porque no tomaron en serio sus principios marxistas equivale a soslayar otra pregunta: ¿A qué se debió, en principio, esta incapacidad? El hecho es que estos partidos fueron asimilados por la sociedad burguesa porque estaban estructurados según lineamientos burgueses. El germen de la traición estaba en ellos desde su nacimiento.

Fuente: Recuperado el 22 de octubre de 2015 desde colección de anarquismoenpdf.tumblr.com

Notas: Publicado originalmente como Listen, Marxist!. Extraido de la segunda edición del libro El anarquismo en la sociedad de consumo (Post-Scarcity Anarchism), editado por Editorial Kairós. Traducción de Rolando Hanglin.



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