Arthur Koestler. Ad maiorem gloriam...


Este artículo apareció publicado en Fulkro (1994), una revista artesanalmente editada en Madrid y de apenas unos cientos de ejemplares que publicó un único número en 1994. Se trata de un capítulo (fragmentario) del ensayo Jano (1978), de Arthur Koestler, publicada en castellano por Editorial Debate en 1981, libro que incompresiblemente nunca ha sido reeditado en castellano, al menos que sepamos. En este texto, Koestler expone su convicción de que la tragedia del ser humano no estriba en un exceso de agresividad, como suele creerse, sino en la sobreabundancia de devoción y fanatismo: a su parecer, los crímenes individuales cometidos por motivos egoístas representan un porcentaje insignificante en la tragedia humana, si se les compara a las muchedumbres sacrificadas en las orgías de lealtad desprendida para con la propia tribu, nación, dinastía, iglesia o ideología política)); todo ello ad maiorem gloriam dei. Como dejó escrito Revel, (bajo la máscara del demonio del Bien, la tentación totalitaria es una constante en el espíritu humano).

Desde el alba de la civilización, nunca hemos padecido penuria de reformadores iluminados. Profetas hebreos, filósofos griegos, sabios chinos, místicos indios, sabios cristianos, ilustrados franceses, utilitaristas ingleses, moralistas germánicos, pragmatistas norteamericanos, pacifistas hindúes, todos han denunciado las guerras y la violencia, y apelado a la naturaleza perfectible del ser humano, sin el más mínimo éxito. La razón de este fracaso debe buscarse en la errónea interpretación que hace el reformador de las causas que han forzado al ser humano a convertir su historia en un fiasco semejante, impidiéndole sacar provecho de las lecciones del pasado y poniendo hoy día en cuestión su misma supervivencia. La falacia de base consiste en descargar todas las culpas sobre el egoísmo, la codicia y la supuesta destructividad del ser humano; es decir, sobre la tendencia autoafirmadora del individuo. Nada se halla más lejos de la verdad, como lo atestiguan los datos históricos y psicológicos.

Ningún historiador negará que el papel desempeñado por los crímenes cometidos por motivos personales es muy reducido si se compara con las vastas muchedumbres sacrificadas en aras de la lealtad desprendida hacia un dios celoso, un rey, una patria o un sistema político. Los crímenes de Calígula se reducen a una nimiedad en comparación con los estragos cocinados por Torquemada.

El número de personas muertas a manos de salteadores, atracadores, pistoleros y demás elementos asociales es insignificante al lado de las masas humanas inmoladas alegremente en nombre de la única y verdadera religión, de la causa justa. A los herejes se les torturaba y quemaba vivos no en un arranque de cólera, sino con el mayor de los pesares, para provecho de sus almas inmortales. Las purgas de la Rusia estaliniana y la China maoísta fueron presentadas como operaciones de higiene social, necesarias para preparar a la humanidad para la edad de oro de la sociedad sin clases. Las cámaras de gas y los crematorios trabajaban en pro del advenimiento de un milenio de nuevo tipo. Repitámoslo una vez más: a lo largo de la historia humana, los estragos desencadenados por las demasías de la autoafirmación individual son desdeñables cuantitativamente si se comparan con las masas sacrificadas ad maiorem gloriam, y como resultado de la devoción autotrascendente a una bandera, un líder, una fe religiosa o una convicción política.

El ser humano se ha mostrado siempre presto no sólo a matar, sino también a morir por causas buenas, malas o completamente gratuitas. ¿Qué mejor prueba podemos encontrar de la realidad del impulso hacia la autotrascendencia? Así, pues, los antecedentes históricos nos enfrentan a la paradoja de que la tragedia del ser humano hunde sus raíces no en su agresividad, sino en su devoción a ideales transpersonales; no en un exceso de autoafirmación, sino en el funcionamiento defectuoso de las tendencias integradoras de nuestra especie. Creo que fue Pascal quien afirmó: el hombre no es ni ángel ni demonio, pero es en sus intentos de hacer de ángel cuando se convierte en demonio. Mas ¿cómo surgió esta paradoja?

En las manifestaciones patógenas de la tendencia integradora cabe distinguir tres factores solapados: 1) la sumisión a la autoridad que emana de una imagen paterna; 2) la identificación incondicional con un grupo social; 3) la aceptación acrítica de su sistema de creencias. Los tres se asoman con prodigalidad a las sangrientas páginas de nuestra historia.

El primero se ha convertido, a partir de Freud, en un lugar tan común que apenas reclama una breve mención. El líder que se arropa con la imagen paterna puede ser un santo o un demagogo, un sabio o un maníaco. Cuáles sean las cualidades que configuran al líder es una cuestión que no nos interesa aquí, pero es evidente que entre ellas está la capacidad de influir sobre ciertos denominadores comunes a las masas sometidas a su dominio, y el máximo común denominador lo ha sido, ahora y siempre, la sumisión infantilizada a la autoridad. La relación líder-secuaz puede comprender a toda una nación, como en el caso del culto hitleriano; o a una ínfima secta de devotos; o circunscribirse a una pareja, como en la relación hipnótica, el diván del psicoterapeuta o el sitial con la cortinilla corrida del padre confesor. El elemento común es el acto de rendirse a discreción.

Si volvemos nuestra mirada hacia el segundo y el tercero de los factores mencionados más arriba –la identificación incondicional del individuo con el grupo social y su sistema de creencias–, de nuevo nos encontramos con una amplia gama de conglomerados sociales, susceptibles de ser calificados de “grupos” y de describirse en términos de la “mentalidad grupal” o Massenpsychologie.

Lo menos que cabe decir es que una persona no necesita estar presente físicamente en una muchedumbre para verse influida por la mentalidad de grupo; la identificación emocional con una nación, Iglesia o movimiento político puede ser plenamente efectiva sin mediar contacto físico. Siempre está latente la posibilidad de convertirse en víctima del fanatismo grupal, incluso entre las paredes del cuarto de baño propio. Ni tampoco necesita todo grupo de un líder personal o “figura paterna” en quien esté depositada la autoridad. 

Los movimientos religiosos y políticos precisan de líderes para ponerse en marcha; una vez implantados, siguen beneficiándose de un liderazgo eficaz; pero la necesidad primaria de un grupo, el factor que le confiere cohesión, es un credo, un sistema compartido de creencias, con el consiguiente código de conducta. Estas funciones pueden desempeñarlas la autoridad humana, un símbolo –el tótem o fetiche que proporciona un sentimiento de unión mística entre los miembros de una tribu–, iconos sagrados en tanto que objetos de adoración o el pendón del regimiento en cuya defensa se suponía que el soldado ardía en deseos de dejarse matar en combate. 

Es posible que la mentalidad grupal se rija por la convicción de que el grupo encarna una raza elegida cuyos antepasados celebraron un pacto especial con Dios; o una raza de señores cuyos predecesores fueron dioses blondos o cuyos emperadores descendían del Sol. Acaso se base su credo en la convicción de que la observancia de determinadas normas y ritos faculta para formar parte de una élite privilegiada en la vida futura, o de que el trabajo manual habilita para incorporarse a la clase predestinada por la historia. Los argumentos racionales apenas tienen influencia sobre la mentalidad grupal, debido a que la identificación con un grupo siempre implica un cierto sacrificio de las facultades críticas de los individuos que lo integran y una amplificación de su potencial emocional por una especie de resonancia grupal o retroalimentación positiva. 

Permítaseme reiterar que en la actual teoría el término “grupo” no se agota en una muchedumbre congregada en un lugar, sino que alude a cualquier holon* social gobernado por un tipo fijo de reglas –por ejemplo, el lenguaje, las tradiciones, las costumbres, las creencias, etc.–, que define su identidad colectiva, dotándole de cohesión y de un “perfil social”. En tanto que holon autónomo, posee su propio esquema de funcionamiento y se rige por un código intrínseco de conducta, que no cabe “reducir” a los códigos particulares que gobiernan la conducta de sus miembros en su actividad como individuos autónomos, y no como partes del grupo. El ejemplo que al punto acude a la mente es el del recluta que como individuo tiene prohibido el matar y como miembro disciplinado de una unidad militar tiene en cambio la obligación y el deber de hacerlo.

Así pues, resulta esencial distinguir entre las reglas que gobiernan la conducta individual y aquellas otras que guían la conducta del grupo en su conjunto.

Todo lo enunciado apunta a la conclusión de que en la mentalidad grupal las tendencias autoafirmadoras** predominan con más fuerza que a escala del individuo medio, y de que, al identificarse con el grupo, el individuo adopta un código de conducta distinto del suyo propio. El individuo no es un matador; el grupo sí lo es; y al identificarse con él, el individuo lo deviene a su vez. Esta situación paradójica se constata no sólo en los campos de batalla o en las turbas enfurecidas de un linchamiento, sino igualmente en la atmósfera sobria de los laboratorios psicológicos. Su condición paradójica se debe al hecho de que el movimiento de identificación con el grupo es un acto autotrascendente que, pese a ello, refuerza las tendencias autoafirmadoras del grupo. La identificación con el grupo constituye un acto de devoción, de sumisión amorosa a los intereses de la comunidad, una rendición parcial o incondicional de la identidad personal y las tendencias autoafirmadoras del individuo. Hasta cierto punto se despersonaliza, es decir, se vuelve más desprendido en más de un sentido. Puede mostrarse displicente ante el peligro; se siente impelido a ejecutar actos altruistas, incluso heroicos, hasta llegar al extremo del propio sacrificio, y a la vez conducirse con crueldad despiadada para con el enemigo –real o imaginario– del grupo. Pero su brutalidad es impersonal y desinteresada; se ejerce en interés –o en el supuesto interés– del todo; está presto no sólo a matar, sino a morir en su nombre.

De esta forma, la conducta autoafirmadora del grupo hunde sus raíces en la conducta autotrascendente de sus miembros, o para expresarlo de otro modo, el egotismo del grupo se nutre del altruismo de sus miembros. La “dialéctica infernal” de este proceso se refleja en cada nivel de las diversas jerarquías sociales. El patriotismo no es sino la noble virtud de subordinar los intereses individuales a los intereses más amplios de la nación y, sin embargo, da pie a la patriotería como expresión militante de tales intereses superiores. La lealtad a un clan engendra las camarillas; el esprit de corps fructifica en un exclusivismo arrogante; el fervor religioso en el fanatismo, y el Sermón de la Montaña en la Iglesia de las Cruzadas. Los síntomas difieren con la época, pero la configuración del trastorno subyacente es la misma: la vena paranoide que atraviesa nuestra historia. Hay quien se muestra propenso a reconocer esto en tanto que fenómenos propios del pasado, pero la vena paranoide, bajo disfraces diversos, aflora en la historia contemporánea con idéntica fuerza, si bien con rasgos potencialmente más mortíferos que en el pasado remoto.

Las creencias religiosas se derivan de motivos arquetípicos eternamente repetidos, comunes al parecer a toda la humanidad y que suscitan respuestas emotivas inmediatas. Mas una vez institucionalizados como propiedad colectiva de un grupo específico, degeneran en doctrinas esclerotizadas que, sin perder nada de su poder emotivo, resultan potencialmente degradantes para las facultades críticas. Con el fin de tapar de algún modo la brecha, se han ideado diversas formas de doble pensamiento en las distintas épocas – poderosas técnicas de autoengaño, unas burdas, otras sumamente elaboradas–. La misma suerte han corrido las religiones secularizadas que responden al nombre de ideologías políticas. También ellas poseen sus raíces arquetípicas –el ansia de utopía, el anhelo de una sociedad ideal–; pero, al cristalizar en movimientos y partidos, pueden experimentar transformaciones de tal grado que en su política práctica procuren exactamente lo contrario de lo que proclaman sus ideales.

Esta propensión, al parecer ineluctable, de las ideologías religiosas y seglares a degenerar en caricaturas de sí mismas es una consecuencia directa de los caracteres de la mentalidad grupal ya analizados: necesidad de combinar la simplicidad intelectual con la capacidad de suscitar emociones.

* El término holon del griego h´olos = todo, más el sufijo on, que, como en el caso de neutrón o protón, sugiere la noción de parte, fue acuñado por el propio Koestler con el fin de precisar expresiones tan incómodas como “subtodo”, (parte-todo), “sub-estructuras”, “sub-destrezas”, “sub-montajes”, y demás palabras que hacen alusión a entidades “susceptibles de ser caracterizadas bien como todos o como partes”, según se las contemple desde “arriba” o desde “abajo” en cualquier constructo jerárquico. El vocablo ha sido incorporado a ramas diversas del saber, desde la biología a la teoría de la comunicación. [Nota de Fulkro]

** La tendencia autoafirmativa y la tendencia autotrascendente –esta ´ultima también llamada “participativa” o “integradora”– constituyen una polaridad básica en las estructuras jerárquicas (u “holarquías”) del esquema teórico de Koestler. Cada una de esas tendencias hace alusión a una faceta o cara del (holon): como todo y como parte. Según Koestler, “la tendencia autoafirmadora del holon constituye la expresión dinámica de su carácter de todo, mientras que la tendencia integradora lo es de su condición de parte.” [Nota de Fulkro]


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