La última voluntad de P . A. Kropotkín. Anatol Gorelik



En este artículo aparecido en "La Revista Blanca" (posiblemente la mejor revista anarquista habida en Iberia) el día 4 de noviembre de 1935, y escrito por un anarquista ruso prácticamente anónimo, pero que participó directamente en los hechos que comenta, podemos ver claramente la impostura leninista, creadora del Estado más criminal conocido sobre la Tierra, la dictadura bolchevique.
Lenin, ese traidor y asesino de los mejores de su pueblo, dejó constancia de su alma miserable a través de su conducta con respecto a la última voluntad de Kropotkin; porque era sabedor de que el pueblo reconocía en Kropotkin a una persona que dedicó su vida a hacer el bien, sin esperar nada a cambio; mientras que él era sólo un ser vanidoso y prepotente, dispuesto a todo con tal de imponer su voluntad a un pueblo con 130 mill de cerebros.

Por mucho que los bolcheviques intentaran borrar la historia a la manera de 1984, la memoria de Kropotkin permanece, su humanidad nos acompaña, sus escritos nos hacen ser mejores personas antes que ninguna otra cosa. Por otra parte, los crímenes del superestado bolchevique van conociéndose cada vez con mayor profundidad, ya no engañan a casi nadie, de esa nefasta experiencia sólo queda una mafia proveniente de los antaño comisarios políticos, los gerifaltes del partido ya no se llaman comunistas (nunca lo fueron), ahora son mafiosos al servicio de Putin (antiguo alto cargo del KGB y director del Servicio Federal de Seguridad, sucesor del anterior), ese es el legado de la URSS, un país gobernado por mafiosos y saqueado durante décadas de terror bolchevique.

Desde este enlace podéis descargaros el número completo de la revista donde aparece este artículo:


EL 8 de febrero de 1921, el día de la muerte de P. A. Kropotkín, la Comisión de  entierro en Moscú me pidió trasladarme a Dmitrov, pueblo a 60 kilómetros de  esta, donde vivió sus últimos años y murió P. A., para tomar parte en la Comisión  de entierro de Dmitrov y hacer los postumos honores al extinto.

Traído preso a Moscú, con mi compañera y otros cuarenta anarquistas de Kharkoff, fuí puesto en libertad reciente el 6 de enero del mismo año, así que me encontraba sin medios ni documento alguno, aparte del «certificado» de la Che-Ka. Por eso fué la Comisión que me procuró todo lo necesario para poder llegar a destino sin tropiezos.

Casa donde Kropotkin pasó sus últimos años de vida

Después de un viaje accidentado, llegué a Dmitrov recién a las diez de la noche, donde uno de los miembros de la Juventud Comunista, que llevaban guardia permanente en la estación para acompañar a los que llegaban a visitar a Kropotkín, me acompañó hasta la casa de éste. Allá encontré a la compañera y a la hija del extinto y algunos parientes de la familia, a Emma Goldman, Sandomirsky, Boris Lebedev y A. Aubekian (hijo).

De mis impresiones personales y de todo lo interesante que he visto y vivido estando allá, me ocuparé en alguna otra oportunidad. Aquí me ocuparé únicamente de la última voluntad de P. A. Kropotkín y de lo que sucedió alrededor de esta voluntad postuma del gran corazón humano y del gran anarquista (*).

(*) Para evitar posibles discusiones fútiles e inútiles, desde ya estableceré lo siguiente:

Algunos años ya, en 1924, en uno de mis artículos sobre el museo de P. A. Kropotkín en Moscú, que apareció en periódicos anarquistas en varios idiomas, entre éstos en La Arttorcha de Buenos Aires, mencioné la última voluntad de P. A. y la carta que escribieron los, familiares a Lenin. A esto contestó un exmiembro de la Comisión del entierro en Moscú, el anarcosindicalista Marimoff, con un artículo que apareció en castellano en "La Protesta" de Buenos Aires, lleno de insultos personales y en el cual se negaba rotundamente la existencia de tal voluntad y de tal carta.

Los insultos personales, que son en parte las consecuencias de los acontecimientos que resultaron de esta «última voluntad», no tenían para mí ninguna importancia, porque jamás me ocupaba ni me ocuparé de ellos

Para establecer la veracidad de la existencia de tal carta, me dirigí a la compañera de P. A. Kropotkín, que me contestó con una carta que obra en mi poder y que, entre otras cosas, dice textualmente:

«...Me acuerdo que Alejandra Petrovna (la hija de P. A.) escribió a Lenin para que se permitiera a los anarquistas y a los cooperadores presos estar presentes en el entierro, pero no me acuerdo quién llevó esta carta a Moscú...»
Pero como la Redacción de La Protesta de entonces, por razones que no es el lugar de discutir, no dio lugar a mi rectificación documentada, ésta apareció en La Antorcha. En lo restante, dejo juzgar a los lectores y compañeros.

Cortejo fúnebre en las afueras de Moscú

Entre otras muchas cosas, en las conversaciones se ha mencionado algunas veces que, antes de morir, Kropotkín expresó varias veces el deseo de que los anarquistas presos y los cooperadores (de Dmitrov), encarcelados por tomar una resolución sobre cooperativismo, inspirada en las ideas expuestas por Kropotkín en una conferencia cooperativista de Dmitrov, podrían tomar parte en su entierro.

A mí me interesó mucho esto, e insistí en nuestro deber de hacer cumplir este deseo de P. A. Especialmente si los comunistas en el poder le hacían funerales nacionales. Algunos de los presentes trataron de objetar, sosteniendo que el entierro era familiar y que no se debería crear dificultades. Pero al fin se llegó a la conclusión de que los familiares escribirían una carta a Lenin sobre esta su voluntad. Especialmente porque se pensaba que algunos dirigentes comunistas hablarían sobre la tumba de aquél.

La otra voluntad de Kropotkín fué que no se cantara ni se ejecutara durante su entierro el «Internacional» que, según él, le recordaba el aullido de perros hambrientos. Y me propuse también hacer cumplir esta su voluntad, lo que, a despecho de los anarcobolcheviques, fué cumplido por los anarquistas. Todo el tiempo que duraron las exequias, no fué tocado ni cantado, ni una vez, el «Internacional».

La carta a Lenin fué escrita por la hija del extinto, y después de largas conversaciones con la Comisión de Moscú, que se puso en relaciones con el Kremlin, fuimos avisados que Lenin esperara personalmente la llegada de la carta. El interés nuestro fué que la carta llegara en el día a manos de Lenin, porque al otro día, a las nueve de la mañana, debía salir el tren especial para traer al difunto para darle sepultura en Moscú. En el tren debían llegar de Moscú las delegaciones anarquistas, obreras, comunistas y soviéticas, y se quería que vinieran también los anarquistas presos en las cárceles soviéticas.

Yo, por mi parte, tenía poca fe en la magnanimidad y justicia de Lenin y sus secuaces, y lo que en realidad a mí me interesaba era poner en descubierto ante el mundo trabajador y revolucionario la verdad sobre la situación de los anarquistas en la Rusia comunista y mostrar que los que se denominan comunistas persiguen a los  anarquistas no menos bestialmente que todos los demás gobernantes, lo que hasta entonces fue negado no solamente por los bolcheviques en el Poder, sino aun por los anarcobolcheviques.

Por la tarde vino de Moscú el anarcobolchevique (ahora comunista) Ch. Geizman, y como yo y Sandomirsky, como miembros de la Comisión de Dmitrov, teníamos mucho que hacer, se le propuso a él llevar la carta. Pero luego, a instancias de Sandomirsky, resolvieron que era preferible que, como iniciador y como el más interesado, la llevase yo, para que la carta llegara sin falta la misma noche a manos de Lenin.

Se habló otra vez con la Comisión para que se tomaran las medidas necesarias para que la carta fuera entregada en el Kremlin la tnisma noche, y tomé el tren para Moscú. Pero los trenes en ese entonces marchaban como se podía, y el tren local en el cual yo viajaba, llegó a Moscú con un retraso de algunas horas. El automóvil que mandaron a recibirme en la estación, al ver que el tren tardaba tanto, se fué sin esperarme. Así que me vi forzado, por falta de fondos, hacer a pie el camino de la estación hasta el Club anarquista, donde la Comisión de entierro de Moscú tenía su sede.

El secretario de la Comisión, el compañero Piro, me esperaba con impaciencia, porque algunas veces preguntaron del Kremlin si había llegado ya la carta. Pero cuando nos comunicamos, ya a los de la noche, con el Kremlin, para que mandara a buscar la carta, resultó que, cansado, Lenin se retiró a dormir, y que se quedó a esperar la llegada de la carta su secretario. Pero como era ya tan tarde, el motociclista que debía ir a buscar la carta fué despachado, y no quedaba ya nadie que pudiera venir a retirarla, y se nos propuso esperar hasta la mañana siguiente.

Yo insistía en la necesidad de que la carta llegara a manos de Lenin la misma noche, y después de largas conversaciones, se consiguió que en el Kremlin se esperara la carta, que nosotros traeríamos allá con nuestros medios. Después de ponerse en comunicación con varios anarquistas adictos a los comunistas, yo y Piro nos dirigimos a la casa de A. Shapiro, de donde, junto con Kamenetsky, nos dirigimos al Comisario de Relaciones Exteriores, de donde la carta pasó al Kremlin.

Al llegar al otro día, a las ocho de la mañana, a la estación Savelev en Moscú, de donde salía el tren especial para traer al extinto, fui informado que Lenin había recibido la carta; pero, por tratarse de un asunto muy delicado, la había pasado a la resolución del Comité Central Ejecutivo Panruso de los Soviets. Como Pilatos, Lenin se lavó las manos.

Los anarquistas, los socialistas revolucionarios de la izquierda, los tolstoyanos y hasta algunos comunistas estaban indignadísimos por el jesuitismo de Lenin, quien, decretando honores nacionales y poniendo todo el aparato del Gobierno, del partido y de la Internacional comunista de pie ante la tumba del gran anarquista y revolucionario, se negaba al mismo tiempo a dar cumplimiento a la última voluntad de este gran humanista y rebelde ante cualquier injusticia y opresión. Solamente los anarcobolcheviques trataron de justificar la conducta injustificable de Lenin.

No se consiguió sacar a los presos de las garras de los comunistas, pero se asestó un golpe fuerte, definitivo e irreparable a los planes jesuítas de los comunistas y de los anarcobolcheviques de aparentar ante el mundo que en Rusia los anarquistas convivían en compañerismo y trabajaban mano a mano con los comunistas en la dictadura del proletariado. Les fué sacada la máscara, y el mundo revolucionario pudo ver la verdad.

El tren especial, compuesto de coches Pullman y de primera, tenía dos coches especiales: uno para los delegados del Comité Central Panruso de los Soviets, y el otro del Comité Central del Partido Comunista Ruso. En estos coches debían ir algunos comunistas destacados, como representantes del Gobierno, del partido y de la Internacional comunista, para acompañar al féretro y hacer honores al gran revolucionario y anarquista.

Pero la carta de los familiares de P. A. Kropotkín a Lenin complicó el asunto. Como no querían y no podían cumplir la última voluntad del extinto, se les hizo también imposible tomar parte activa en los funerales. Y hasta les impedía que dos destacados dirigentes comunistas, que debían hablar en el cementerio, no lo pudieron hacer, reemplazándoles por un comunista de segunda fila, que habló en nombre del Gobierno y del partido, y Rosmer en nombre de la Internacional comunista.

Porque poner en libertad a los anarquistas presos significaría reconocer abiertamente que éstos eran perseguidos en la Rusia comunista por sus ideas, lo cual significaría enajenarse las simpatías de las masas anarquistas y revolucionarias en el extranjero, donde, gracias a los elementos anarcobolcheviques, se creía en el mito de que el Gobierno soviético representa a las masas obreras y revolucionarias. Y los comunistas optaron por no reconocer oficialmente que tienen presos a anarquistas, socialistas y sindicalistas revolucionarios.

Pero también en ese su cálculo fallaron. Ya en el tren, conseguí ponerme de acuerdo con muchos compañeros, especialmente con los estudiantes y obreros, que prometieron secundarme, suceda lo que suceda. Primero, acordamos no permitir que ese acto de Lenin y de los comunistas quedase sin protesta, no obstante toda su máquina inquisitora y policial. Segundo, levantar la bandera de rebeldía de Kropotkín y echarla en la cara a todos los que con su cobardía o su complicidad ayudaban a los comunistas a engañar a los anarquistas y revolucionarios de los demás países.

En el tren mismo parafrasee algunas canciones revolucionarias de la época zarista de una manera tal que en vez de estar dirigidas contra los zares, se dirigían contra los dictadores comunistas.

Nuestro Lenin se asustó y publicó un decreto:

«Los honores a los muertos, a la tumba los vivos, etc.»

«Nos oprime, compañeros, el Poder comunista. El chequista es el enemigo que reina en todas las partes, etc.»

«La milicia (Policía, en la Rusia comunista) el orden impone con sus bayonetas.»

«Los comunistas macanean de sus tribunas.»

«Lenin y Trotzky las cabezas de choclo menean.»

«E1 comunista es el dueño del trono zarista..., etcétera.»

También resolvimos cumplir fielmente la última voluntad de Kropotkín y no permitir que se cante o se toque el «Internacional» durante los funerales, y hacer todo lo posible para que los comunistas se viesen obligados a poner en libertad a los anarquistas presos.

Al mismo tiempo conseguimos que los dibujantes y pintores de la Academia de Arte engalonasen los coches, a la llegada del tren a Dmitrov, con pensamientos de los escritos de Kropotkín, como:

«Donde existe poder, existe violencia y coerción», «Los derechos no se dan, hay que conquistarlos», etcétera.



El cortejo, con el ataúd vacío, hasta la casa de los Kropotkín se efectuó sin incidentes. Pero, camino de la estación, empezamos a corear nuestras canciones, y algunos miembros bolchevizantes de la Comisión de entierro de Moscú empezaron a mirarnos mal. El primer choque de importancia con éstos lo tuvimos al llegar a la estación, y cuando ellos vieron todos los coches con las inscripciones alusivas y pensamientos de las obras de Kropotkín. Se produjo un alboroto. Los miembros de la Comisión de Moscú corrían de un lado a otro sin saber qué hacer. «¿Quién hizo eso? ¿Quién hizo eso?», vociferaban algunos de ellos. Les contesté que esto lo hicimos nosotros, los anarquistas, y que así iba a quedar, porque son conceptos por los cuales Kropotkín ha luchado toda su larga vida. Kropotkín vivió como anarquista y murió como tal, y nosotros, sus discípulos y amigos, queremos enterrarle como anarquista. No pocas palabras agrias fueron dichas  por ambas partes. Pero las cosas quedaron tal como estaban.

En el primer momento los anarcobolcheviques querían hacer borrar las inscripciones. Pero viendo que la juventud y los obreros estaban de nuestra parte, optaron por no hacerlo. Y así, con los lemas anarquistas en letras blancas y grandes, el tren llegó a Moscú. Los anarquistas soviéticos rabiaban. Especialmente porque vieron que su deseo de hacer un entierro patrocinado por
un frente único comunista anarcobolchevique, fracasó rotundamente.

Todos sus planes se fueron desbaratando. Unas semanas antes, tildándose representantes del movimiento anarquista ruso, algunos de ellos entablaron conversaciones con Lenin sobre una inteligencia entre los anarquistas y los comunistas.

Un choque especialmente fuerte tuvimos al llegar el tren a la estación Savelev en Moscú. Los anarcobolcheviques querían evitar manifestaciones contra los comunistas, y se propusieron llevar el ataúd hasta la Casa de los Sindicatos, a paso rápido, sin cortejo ni ceremonia. Especialmente porque muchos compañeros más y los que simpatizaban con nosotros se nos unieron. Nosotros nos opusimos categóricamente a esta maniobra y, formando una cadena, nos pusimos a la cabeza del cortejo, entonando canciones anarquistas y anticomunistas.

Primero nos recriminaban nuestra conducta, pero al ver que la masa revolucionaria y anarquista nos apoyaba y que los cooperadores y la juventud comunista de Dmitrov nos secundaban, optaron por retirarse. Al llegar frente a la cárcel de Butirki, donde había cientos de anarquistas presos, nos detuvimos, inclinamos las banderas y, a plena voz para que nos oyeran los presos dentro de la cárcel, coreamos la marcha anarquista y otras canciones revolucionarias.


La juventud comunista y los cooperadores de Dmitrov, los tolstoyanos y los socialistas revolucionarios iban con nosotros en el cortejo todo el tiempo, y también inclinaron sus banderas rojas. Pero los anarcobolcheviques y los anarquistas soviéticos o se retiraron con sus banderas de la estación misma, o iban en las filas protestando. Algunos de éstos hasta llegaron a decirnos cosas duras, manifestando que nosotros insultábamos al difunto; a lo que se les contestó que los que están detrás de las rejas en las mazmorras comunistas son discípulos y amigos de P. A. Kropotkín, y si los comunistas no les permiten participar en su entierro, aquí está el difunto para despedirse de ellos.

Si Lenin y los comunistas pretenden ante el mundo rendirle honores y homenajes y se niegan a cumplir su última voluntad, somos nosotros, los anarquistas, los moralmente obligados a  defender esa su voluntad y hacer conocer su último saludo a los para quienes fueron sus últimos pensamientos, y desenmascarar ante el mundo revolucionario y obrero la conducta innoble y jesuíta del Torquemada rojo, quien ha colocado sobre todas las entradas de las cárceles el famoso lema socialista: «Proletarios de todos los países, uníos».

Así, a paso lento, el cortejo seguía todo el camino hasta la Casa de los Sindicatos, todo el camino de la estación Savelev hasta el centro de Moscú, encabezado por nosotros que coreábamos nuestras canciones y gritábamos nuestras protestas.

Al otro día por la mañana, el 2 de febrero, se supo que el Comité Ejecutivo Central de los Soviets había pasado la última voluntad de Kropotkín a la resolución de la Comisión Extraordinaria Panrusa de lucha contra la contrarrevolución (la Ve-Che-Ka) y que la Ve-Che-Ka declaró que pondría en libertad únicamente a los que ella crea anarquistas, y esto solamente para participar en el entierro.

Esto ya pasaba todos los límites de bajeza, y entonces resolví hacer una bandera de protesta del nombre de los anarquistas perseguidos y presos en las cárceles comunistas.

El Gobierno soviético daba toda la tela que se necesitaba para banderas; los dibujantes trabajaban a nuestro primer pedido, y en una hora hicimos una bandera negra con la inscripción que improvisé apuradamente:

«Exigimos la libertad de los anarquistas que luchan por las ideas de Kropotkín — la Anarquía —, de las mazmorras carcelarias.»


En el centro de la sala, donde se encontraba el féretro, y alrededor de las columnas, se colocaron las banderas y las coronas de las entidades e instituciones oficiales y soviéticas, en su mayoría rojas. Las banderas negras, con
algunas excepciones, fueron colocadas tras de las columnas o en los rincones de la vasta sala. Así que no pudimos encontrar ningún lugar donde la bandera estuviera bien a la vista.

La Comisión artística del entierro se negó rotundamente a dar lugar a esa bandera en la sala. Nosotros estábamos dispuestos a todo, y resolvimos que la bandera figurara en el entierro y estuviera en la sala mismo si fuera necesario tenerla todo el tiempo a viva fuerza. Entonces una entidad legalizada de los anarquistas universalistas consintió retirar su bandera del centro de la sala y colocarla tras de las columnas, dando así lugar a la bandera de protesta en el centro de la sala entre las columnas y en un lugar bien visible.

ANATOL GORELIK

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